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- Ixchel Guzmán
- 11 jul 2024
- 3 Min. de lectura
¿existe la posibilidad de crecer fuera de los cauces y lugares institucionalmente establecidos?
Ixchel Guzmán | 11 de julio de 2024.

La semana pasada, un amigo de la universidad compartió en sus redes que había sido aceptado en el doctorado de una de las instituciones académicas más rigurosas en nuestra disciplina en México. Me conmovió leerlo, es un camino sinuoso el que se atraviesa para lograr tal mérito, y él ha trabajado duro para obtenerlo. Le felicité sinceramente y no pude evitar cuestionarme en un acto de inercia, como me hubieran cuestionado algunos si les hubiera contado de mi contentura por el logro de mi amigo: ¿y tú cuándo? ¿por qué aún no has aplicado?
Hace un tiempo que dejé de perseguir títulos académicos. El proceso que atravesé para concretar mi grado de licenciatura fue complejo y dejó una marca, no buena y no mala, me marcó intelectual y emocionalmente. La academia es igual de descarnada que cualquier organización en la que se disputa el poder, aunque pueden cambiar algunas formas en las que se demuestra capacidad, por ejemplo, la tribu que elegí por afinidad, se abre paso con el perfeccionismo y la rigurosidad, más apegada a la esencia de lo académico que a las lambisconerías del poder, con el método científico por delante como espada y escudo, cabalgando sobre la regia disciplina y la exhaustividad.
Después de salir airosa de esa batalla que duró dos años, decidí que de poco me valdría permanecer en la academia si lo aprendido, lo encontrado, no lo llevaba a la realidad; al mismo tiempo que declaraba que al no participar en el mundo real, permaneciendo sólo en las aulas, formaría parte de los que teorizaban sobre su imaginación, ignorantes de los acontecimientos que suceden a ras de piso y que marcan el ritmo y la ruta de nuestro objeto de estudio.
Fue la historia que me conté, al mismo tiempo que guardaba la esperanza de tener la oportunidad, las ganas y semillas renovadas para sembrar en ese mundo, a mi regreso.
Han pasado casi cinco años desde aquella partida, y conforme más avanza el tiempo, mi historia, que funcionaba como ancla a mi propósito, pierde agarre. Mi encuentro con la realidad de los aparatos gubernamentales ha sido una colisión absoluta: me encontré que el servicio público es en sí mismo la corrupción del poder estatal al servicio de un consenso político que sirve solo a quienes pertenecen a él, no más.
Hoy no encuentro sentido en poner trabajo y esperanza en un caducado sistema de organización y gestión del poder, en un monstruo que se sostiene en la promesa de erradicar aquello que lo alimenta: la desigualdad, la guerra, el despojo, la acumulación. No hay sentido en trabajar en la operación de su maquinaria, ni en el grupo de quienes creen que estudiándolo lograrán modificar los efectos que la naturaleza de su mecanismo entraña.
Creo que nunca había tenido tan desolado el sentido de lo que conozco. Hoy me pregunto si es posible crecer y florecer fuera de los espacios establecidos por la institucionalidad del estado y el capital.
Iván Illich escribió que el currículum oculto de la escolarización “sirve como ritual de iniciación a una sociedad de consumo orientada hacia el crecimiento”, porque en el pacto primigenio de la sociedad en la que nos tocó vivir, “la Escuela” forma parte del programa que perpetúa las desigualdades intrínsecas de las sociedades democráticas, porque además de distinguir entre quienes aspiran a tenerla y quienes ya se posan sobre los títulos que ésta les ha dado, es en sus aulas donde la doctrina del despojo y la acumulación se forja en la mente de cada persona que la atraviesa.
La deserción al sistema económico y político pactado por esta sociedad, no está permitida, está materialmente vedada. No sé si existe la posibilidad del florecimiento en un lugar distinto, la única forma de averiguarlo es yendo fuera, aunque sea solo por el rato que nos tome volver a encontrar el sentido.
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