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De la piel al mercado: un reflejo en el espejo

  • Foto del escritor: Claudia Galguera
    Claudia Galguera
  • 9 sept
  • 2 Min. de lectura

Por un lado, el crecimiento de la industria refleja una tendencia global hacia la inversión en bienestar personal, impulsada en gran medida por la exposición digital. Sin embargo, también evidencia la capacidad de las marcas para convertir una necesidad percibida en motor de mercado, y al mismo tiempo, muestra la vulnerabilidad de sectores sociales que ven en estos productos una promesa de aceptación y pertenencia.

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En la última década, el cuidado de la piel ha pasado de ser una rutina íntima a un fenómeno cultural y de mercado que mueve miles de millones de dólares a nivel global. En redes sociales, influencers recomiendan productos, mientras que laboratorios y grandes marcas diseñan campañas dirigidas a públicos cada vez más amplios. Pero más allá de las rutinas de autocuidado (o skin care como le acuñó esta nueva generación) , lo que este boom revela es algo mucho más profundo: la forma en que los patrones de consumo, el emprendimiento y las desigualdades sociales se entrelazan.

 

Por un lado, el crecimiento de la industria refleja una tendencia global hacia la inversión en bienestar personal, impulsada en gran medida por la exposición digital. Sin embargo, también evidencia la capacidad de las marcas para convertir una necesidad percibida en motor de mercado, y al mismo tiempo, muestra la vulnerabilidad de sectores sociales que ven en estos productos una promesa de aceptación y pertenencia.

 

El fenómeno también ha abierto la puerta a una ola de emprendimientos locales, especialmente liderados por mujeres jóvenes que han encontrado en la cosmética natural y artesanal un nicho para generar ingresos. Estos proyectos, muchas veces con insumos locales y producción sostenible, son una respuesta al modelo globalizado de consumo: un intento por apropiarse de la narrativa del cuidado personal desde lo comunitario y lo accesible.

 

Sin embargo, la otra cara es la de la brecha social. Mientras en ciertos sectores urbanos el autocuidado facial es sinónimo de estilo de vida y status, en comunidades con rezagos básicos en salud y servicios, hablar de cuidado de la piel puede sonar distante, incluso irrelevante. Esta dualidad plantea una pregunta de fondo: ¿cómo logramos que el boom de las industrias de consumo no profundice desigualdades, sino que abra oportunidades económicas y de bienestar colectivo?

 

En este sentido, el auge del skin care puede leerse como un símbolo de época. Nos habla de un consumo que ya no se centra solo en lo funcional, sino en lo aspiracional; de un mercado que responde a nuevas sensibilidades; y de una sociedad en la que la economía, el género y la imagen se conectan de manera inseparable.

 

La conclusión no es satanizar el fenómeno ni celebrarlo sin matices. Más bien, entender que tras cada frasco y cada rutina de belleza existe un sistema económico que, bien aprovechado, puede convertirse en plataforma de emprendimiento y empoderamiento, pero que también corre el riesgo de reproducir las desigualdades de siempre.

 

Quizás, entonces, el reto no está en elegir la mejor crema, sino en construir un mercado y una cultura de consumo que refleje no solo brillo en la piel, sino también equidad y desarrollo en la sociedad.


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