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¿Qué pasa cuando las mujeres gobiernan?

  • Foto del escritor: Ivette Del Río
    Ivette Del Río
  • hace 4 días
  • 3 Min. de lectura
Columna: Casi todo es otra cosa

La violencia estética, no es una cuestión superficial: es una herramienta de control. En el caso de Sheinbaum,  el uso del hashtag #BotoxDelBienestar, sobre un presunto uso de bótox ( cierto o no), no buscan simplemente opinar sobre su rostro, sino socavar su autoridad, su autenticidad y su legitimidad como mujer presidenta.



¿Recuerdan cuando Vladimir Putin, fue blanco de especulaciones durante años por aparentes cambios en su rostro, especialmente por la rigidez de sus expresiones y una piel visiblemente más tersa con el paso del tiempo? ¿Cuando Donald Trump ha sido señalado por el uso excesivo de bronceador o ridiculizado por su peinado? ¿O recuerdan cuando se especuló sobre que Enrique Peña Nieto utilizaba bótox u otros tratamientos estéticos, especialmente por la apariencia juvenil que mantenía durante su mandato? ¿O del expresidente de Brasil,  Jair Bolsonaro, cuando fue  criticado porque apareció con el rostro notablemente hinchado en una transmisión en vivo? En todos estos casos, el común denominador es que en los hombres, el uso de tratamientos estéticos puede ser motivo de burla o de nota de color, pero rara vez se convierte en una herramienta para socavar su autoridad o su legitimidad política.  


Y es que la violencia estética no se activa del mismo modo en cuerpos masculinos, a las mujeres, en cambio, se les exige verse bien, pero se les condena si lo intentan. La contradicción no es estética: es política. La reciente controversia en torno a la apariencia de la presidenta Claudia Sheinbaum ha puesto de relieve una forma insidiosa de violencia de género: la violencia estética.


La violencia estética, no es una cuestión superficial: es una herramienta de control. En el caso de Sheinbaum,  el uso del hashtag #BotoxDelBienestar, sobre un presunto uso de bótox ( cierto o no), no buscan simplemente opinar sobre su rostro, sino socavar su autoridad, su autenticidad y su legitimidad como mujer presidenta. Es una forma de castigo simbólico: si se maquilla, es frívola; si no lo hace, es descuidada. Si se ve joven, es vanidosa; si envejece, es incapaz de sostener una imagen pública.


Recordemos cuando Angela Merkel, canciller de Alemania por más de 16 años, fue blanco constante de burlas por su forma de vestir. Su estilo sobrio era criticado por no "feminizar" el poder, como si su ropa anulara su inteligencia o capacidad de liderazgo. O el caso de Michelle Bachelet en Chile, a quien se le reprochaba el sobrepeso más que sus decisiones políticas.


Al tener a nuestra primera presidenta en México, la utilización de estas violencias específicamente por la oposición, demuestran que las mujeres públicas son objeto de una vigilancia constante y despiadada, donde su cuerpo es tratado como territorio de opinión pública, incluso más que su agenda.


Estas críticas no son inocentes. La violencia estética perpetúa la idea de que el valor de una mujer está ligado a su apariencia, no a su capacidad. Genera inseguridades, limita la participación pública y sostiene un sistema en el que las mujeres deben invertir tiempo, dinero y energía para cumplir con un ideal inalcanzable. Mientras tanto, los hombres pueden envejecer, vestir mal o lucir “descuidados” sin que eso afecte su credibilidad.


Lo interesante y contradictorio de estas formas de restar legitimidad a una mujer que ostenta el poder, es la utilización de discursos feministas o la activación de supuestas preocupaciones sobre el ejercicio de la violencia de género, sólo cuando se ocupa de propaganda o proselitismo político, pero si se trata de la Mandataria Nacional, vale más  distraerse con su rostro en lugar de cuestionar las estructuras de poder o las políticas públicas.


Combatir la violencia estética no se trata de prohibir el maquillaje o el bótox, sino de erradicar la violencia que se esconde detrás de la mirada que exige, sanciona y etiqueta. Se trata de reconocer que el cuerpo de una mujer no debe ser el campo de batalla donde se disputan su valor, su voz o su poder.


Pero como casi todo, es otra cosa, al final, como tantas veces en la historia de las mujeres en el espacio público, lo que parece una “crítica a su imagen” solo es una forma más para mantener el orden patriarcal intacto.

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